Se esta terminando el año, llega diciembre y empiezan los balances, los tediosos balances de fin de año y la verdad es que obvio que tengo uno. Si tuviera que describir este año en pocas palabras, diría que fue un año de movimiento. No solo por los viajes, los cambios de rutina o las nuevas experiencias, sino porque algo dentro de mí estuvo reacomodándose constantemente. Fue ese tipo de movimiento que uno no siempre nota, pero que cuando mira hacia atrás se da cuenta de que ya no está en el mismo lugar donde empezó.
En el camino tuve que cerrar capítulos que venían acompañándome hace tiempo. Uno de ellos fue mi participación en un grupo de nudismo masculino. Fue una etapa que me aportó, que me enseñó cosas sobre libertad, cuerpo, confianza… pero que también sentí que debía dejar ir. A veces uno sabe, sin tanto ruido, que ya cumplió su ciclo. Y seguir adelante también es un acto de cariño propio.
Este año también me reencontré con mis propias disciplinas: ordené mi alimentación, ajusté horarios, cambié hábitos que no me aportaban. Fue un proceso medio rígido a ratos, pero me ayudó a recuperar control. Y al mismo tiempo, mientras mi rutina se ordenaba, mi curiosidad seguía siendo un pequeño caos hermoso: aprendí sobre fotografía, pregunté desde lo más simple hasta lo más técnico, practiqué italiano, revisé mapas, planifiqué viajes, me di el espacio de tocar temas que antes ni consideraba. Y eso me mantuvo despierto, atento, presente.
Los viajes, especialmente el de Cancún, abrieron otro tipo de mirada. Estar frente a lugares tan distintos a lo cotidiano —ruinas antiguas, agua turquesa, cielos inmensos— me bajó una mezcla de humildad y agradecimiento. A ratos me sentía turista, a ratos me sentía un niño, y en otros momentos simplemente alguien que necesitaba respirar lejos de casa. Ese descanso mental me hizo bien.
En paralelo, los libros volvieron a tener un lugar especial. Entre ellos, uno que me sorprendió fue Hombres que llegan a un pueblo. Me atrapó por lo rápido que se lee, por su humor, por la pampa salitrera y por esa sensación de que uno puede encontrar belleza incluso en lugares ásperos. De alguna forma, lo sentí dialogar con mis propios paisajes internos.
Y por supuesto, no faltaron esos momentos más cotidianos: escribir correos importantes, tratar de entender números que no cuadran, buscar explicaciones simples para cosas que parecían enredadas. Son esas pequeñas batallas diarias que, aunque uno no lo note, también lo van moldeando.
Si miro todo junto, diría que este fue un año donde me moví harto, pero hacia dentro. Me cuestioné, me ordené, me solté, viajé, aprendí, dejé ir, tomé aire, me acerqué más a lo que soy y a lo que quiero. No fue perfecto, no fue lineal, pero fue honesto. Y creo que esa es la parte que más valoro.
Porque al final, entre preguntas random, decisiones importantes, fotos desenfocadas y reflexiones profundas, siento que este año fui algo que necesitaba ser: un poco más yo.











Este año también me reencontré con mis propias disciplinas: ordené mi alimentación, ajusté horarios, cambié hábitos que no me aportaban. Fue un proceso medio rígido a ratos, pero me ayudó a recuperar control. Y al mismo tiempo, mientras mi rutina se ordenaba, mi curiosidad seguía siendo un pequeño caos hermoso: aprendí sobre fotografía, pregunté desde lo más simple hasta lo más técnico, practiqué italiano, revisé mapas, planifiqué viajes, me di el espacio de tocar temas que antes ni consideraba. Y eso me mantuvo despierto, atento, presente.
Los viajes, especialmente el de Cancún, abrieron otro tipo de mirada. Estar frente a lugares tan distintos a lo cotidiano —ruinas antiguas, agua turquesa, cielos inmensos— me bajó una mezcla de humildad y agradecimiento. A ratos me sentía turista, a ratos me sentía un niño, y en otros momentos simplemente alguien que necesitaba respirar lejos de casa. Ese descanso mental me hizo bien.
En paralelo, los libros volvieron a tener un lugar especial. Entre ellos, uno que me sorprendió fue Hombres que llegan a un pueblo. Me atrapó por lo rápido que se lee, por su humor, por la pampa salitrera y por esa sensación de que uno puede encontrar belleza incluso en lugares ásperos. De alguna forma, lo sentí dialogar con mis propios paisajes internos.
Y por supuesto, no faltaron esos momentos más cotidianos: escribir correos importantes, tratar de entender números que no cuadran, buscar explicaciones simples para cosas que parecían enredadas. Son esas pequeñas batallas diarias que, aunque uno no lo note, también lo van moldeando.
Si miro todo junto, diría que este fue un año donde me moví harto, pero hacia dentro. Me cuestioné, me ordené, me solté, viajé, aprendí, dejé ir, tomé aire, me acerqué más a lo que soy y a lo que quiero. No fue perfecto, no fue lineal, pero fue honesto. Y creo que esa es la parte que más valoro.
Porque al final, entre preguntas random, decisiones importantes, fotos desenfocadas y reflexiones profundas, siento que este año fui algo que necesitaba ser: un poco más yo.










No hay comentarios:
Publicar un comentario